miércoles, 4 de abril de 2012

Artesanía Lakota


El hecho de que el indio de las praderas  se perpetúe en los juegos de los niños casi en el mundo entero, y a veces en los juegos de los adultos, del que yo participo, no puede ser una casualidad sin significado; indica un mensaje cultural de una poderosa originalidad, un mensaje que no puede morir y que sobre­vive, o, mejor dicho, irradia, como puede.


Adjunto unas fotos de bolsas y pipa que fabricado muy gustosamente.
Un elemento muy característico del vestido y los objetos rituales indios son los flecos; éstos hacen pensar ante todo en la lluvia, lo que ya es una imagen muy impor­tante, puesto que la lluvia es un mensaje del cielo a la tierra. Pero los flecos simbolizan igualmente el fluido espiritual de la persona humana; su orenda, como dirían los iroqueses. Esta observación es aún más plausible cuando se piensa que, en lugar de los flecos, las camisas indias a menudo están adornadas con crin de caballo. Se considera que los cabellos vehiculan una fuerza mágica, un orenda, precisamente. Podemos decir igualmente que los flecos, además de su función de camuflaje, derivan de las plumas de un ave, el águila ante todo: unos brazos adornados con flecos equivalen «mágica­mente» y espiritualmente a las alas del águila. A veces se añaden unos armiños a los flecos, que les confieren un simbolismo casi regio, ya que el armiño se considera en todas partes un signo de majestad.


Los objetos más diversos pueden estar adornados con bordados y flecos; uno de los más importantes es la bolsa que contiene la «Pipa de la Paz» y el tabaco ritual, tabaco cuya función es sacrificarse ardiendo y subir hacia el Gran Espíritu. Esta bolsa fue traída a los indios, junto con el Calumet, por la «Mujer Bisonte Blanco» (Pte-San Win en lakota); y es ella -o más precisamente su arquetipo celestial, Wohpe- quien hace subir el humo y nuestras oraciones hacia el Cielo.


Bolsa de Pipa

Frithjof Schuon dijo, en un texto sobre la tradición lakota, que el hombre rojo, norteamericano, fue la víctima del sistema democrático y de su mecanismo ciego. La democracia es en la práctica la tiranía de la mayoría; la mayoría blanca, en América, no tenía ningún interés en la existencia de la minoría roja; por eso el ejército -que en ciertos casos habría tenido que defender los derechos de los indios, derechos solemnemen­te garantizados por tratados- defendía los intereses de los blancos en contra de esos acuerdos. Quien dice democracia dice demagogia; en semejante ambiente, una criminalidad popular «de hecho» se convierte en una crimina­lidad gubernamental «de derecho», al menos cuando la víctima se sitúa fuera de la colectividad incluida en determinada legalidad democrática. Sin duda, los pieles rojas no eran «ciudadanos», pero eran «compatriotas», por decir lo mínimo; en todo caso, había que precisar jurídicamente su estatuto sobre la base de esta definición. Un monarca -o, muy paradójicamente, un dictador militar- habría podido velar por la justicia interracial; un presidente demo­crático no podía hacerlo; incluso un hombre tan profundamente noble y moralmente valiente como Lincoln habría estado paralizado en este aspecto si le hubieran dejado tiempo de ocuparse de los indios como era su inten­ción.


Por otra parte, en Centro y Sudamérica regido inicialmente por un sistema monárquico no se produjo esa «fatalidad de la historia» o sin eufemismos ese genocidio organizado. De alguna manera se puede pensar que el indio, en la medida en que encarna la naturaleza virgen, el sentido de lo sagrado y el desprecio del dinero, lo habían matado antes en Europa, en los espíritus, inde­pendientemente de la conquista.


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